IV. CREO EN DIOS PADRE
Creemos en un solo Dios
La profesión de fe
comienza con la afirmación «Creo en Dios» porque es la más importante: la
fuente de todas las demás verdades sobre el hombre y sobre el mundo, y de toda
la vida del que cree en Dios. Que Dios sea uno no lo sabemos solo por la razón,
sino porque Él mismo se ha revelado en cuanto tal. Primero, al pueblo de
Israel, cuando dice: «Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor»
(Dt 6,4), «no existe ningún otro» (Is 45,22).
Segundo, y más
decisivo, porque Jesús mismo lo confirmó: Dios «es el único Señor» (Me 12,29).
¿Entonces afirmar que Jesús y el Espíritu Santo también son Dios contradice la
afirmación anterior? En absoluto, ya que son un solo Dios en tres personas
diferentes, como tendremos ocasión de explicar más adelante.
Nos advierte el papa
Benedicto que, cuando afirmamos que «Dios es», subrayamos con ello que existe
la Verdad y un Fin por encima de nuestros fines e intereses. Existe otro Valor
a lo que en este mundo se aprecia. Que todos nosotros somos criaturas,
provenientes de ese mismo Dios. Criaturas amadas por Él y destinadas a la vida
eterna. El hombre no proviene de la casualidad ni de la mera lucha por la
existencia que lleva a la victoria al más apto que logra imponerse. Venimos del
amor creador de Dios.
También
nos advierte el papa Benedicto que, en la mentalidad actual, al hablar de Dios
tenemos dos peligros: por un lado, considerar la cuestión de Dios como algo
meramente teórico e inútil y, por otro lado, lo contrario, considerar el tema
de Dios como una cuestión de «praxis social», algo revolucionario”. Pero el
Dios que se revela en las páginas de la Biblia es muy diferente: no es un
principio inerte, sino que ha tomado la iniciativa y se ha revelado
verdaderamente como ser «personal».
En el fondo, este
primer artículo de fe nos pone ante un dilema: o bien se acepta la realidad
como algo puramente material, o bien se acepta como expresión de algo que
encierra un sentido. Son dos orientaciones de la vida absolutamente diferentes.
El nombre de Dios
Cuando Dios se
revela, no nos da una definición abstracta, filosófica o teórica. Porque Dios
se revela «actuando» en la historia.
Por eso, cuando Dios se revela a Moisés lo hace como «el Dios vivo»: «Yo soy el
Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob»
(Ex 3,6). Pero al mismo Moisés, Dios le revela su Nombre misterioso: «Yo soy el
que soy (YHWH)» (Ex 3,14). Esto quiere decir, en primer lugar, que a Dios nadie
le ha creado, que era el Principio de todo, incluso antes de la creación de
todo. Mientras todas las criaturas hemos recibido de Él todo lo que somos, solo
Dios es en sí mismo la plenitud del ser y de toda perfección. Él es «el que
es», sin origen y sin fin. Jesús también se atrevió a decir de Él mismo lo que
atribuimos al Nombre de Dios, «Yo soy» (Jn 8,28).
Es muy importante
subrayar que cuando dio su Nombre, al mismo tiempo nos dio a conocer la riqueza
contenida en su misterio: solo Él es,
desde siempre y por siempre, el que trasciende el mundo y la historia. Él es
quien ha hecho el cielo y la tierra. Él es el Dios fiel, siempre cercano a su
pueblo para salvarlo. Él es el Santo por excelencia, «rico en misericordia» (Ef
2,4), siempre dispuesto al perdón. Dios es el Ser personal, trascendente,
omnipotente, eterno y perfecto. Él es el amor, la belleza, la bondad y la
verdad supremas y perfectas.
Dios es la Verdad misma porque ni se engaña ni
puede engañar. Dios es la Verdad y la Belleza porque «es luz, y en Él no hay
tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). El Hijo eterno de Dios, Jesucristo, que es la
sabiduría de Dios encarnada, fue enviado al mundo «para dar testimonio de la
Verdad» (Jn 18,37).
Dios es amor y misericordia porque así se
reveló al pueblo de Israel. Un amor más fuerte que el de un padre o una madre
por sus hijos o el de un esposo por su esposa. Más aún, Dios en sí mismo es
vida y «es amor» (1 Jn 4,8.16). Un amor que supera el amor erótico (entre
hombre y mujer), el amor paterno-filial o el amor de amistad. Es un amor de
ágape, que se da completa y gratuitamente: «Tanto amó Dios al mundo que dio a
su Hijo único para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). Y todo ello,
porque Dios, en sí mismo, y como Trinidad es una comunidad perfecta de amor.
También afirmamos de
Dios que es Todopoderoso y omnipotente,
«el Fuerte, el Valeroso» (Sal 24,8), aquel para quien «nada es imposible» (Le
1,37). Su omnipotencia es universal y se manifiesta en la creación del mundo de
la nada y del hombre por amor, en la Encarnación y en la Resurrección de su
Hijo, y en el don de la adopción filial que nos hace por el Espíritu Santo.
Creer en Dios, el
Único, no es solo «conocer» cosas de Dios o conocer su grandeza y majestad.
Implica vivir en acción de gracias continuamente, además de confiar siempre en
Él -incluso en la adversidad- y defender la verdadera dignidad de todos los
hombres, creados a imagen de Dios; sin olvidar que tenemos que usar rectamente
de las cosas creadas por Él.
Cuando a Benedicto
XVI se le pregunta si Dios es hombre o mujer, su respuesta es clara: Dios es
Dios. No es ni hombre ni mujer, sino que es Dios por encima de todo. Es la
alteridad absoluta. Es muy importante dejar constancia que la fe bíblica
siempre tuvo claro que Dios no es ni
hombre ni mujer, sino precisamente Dios, y que el hombre y la mujer le copian.
Los dos descienden de él y las potencialidades de ambos están contenidas en él.
Incluso cuando le llamamos «Padre» sigue siendo una metáfora, una imagen dada
por Cristo para orar. La afirmación de que Dios no es ni hombre ni mujer viene
reforzada por la tesis de que los pueblos que rodeaban a Israel conocían dioses
masculinos y femeninos, y, sin embargo, el monoteísmo excluyó este tema de la
pareja divina. Lo demás son imágenes, como cuando Dios llama a su pueblo la
novia o que le ama como un marido ama a su mujer. Son imágenes, pero con un
contenido real de amor.
Dios es Único y, al mismo tiempo, Trinidad de personas
Cuando los cristianos
nos bautizamos lo hacemos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo. Con ello, como nos enseñó Jesucristo, estamos afirmando que el misterio central de nuestra fe y de la vida
cristiana es el misterio de Dios como santísima Trinidad.
El papa Benedicto
insiste constantemente en que nuestro Dios cristiano es un Dios personal, y a
la vez comunidad-relacionalidad. La fe en Dios Uni-Trino significa
fundamentalmente la renuncia a encontrar una salida y la permanencia en el
misterio que el hombre no puede abarcar. De ahí que, a lo largo de la historia,
se hayan cometido errores y herejías.
Así los modalistas que imaginaban la
Trinidad no como tres personas, sino como tres modos o formas de cómo nuestra
conciencia capta a Dios. Igualmente, los subordinacionistas
que afirman que Dios es único y que Cristo no es Dios, sino un ser
especialmente próximo a Dios. O el monarquianismo,
en su versión clásica y moderna (Hegel), que afirma vigorosamente la unicidad
de Dios, pero un Dios que se va desarrollando y desvelando progresivamente en
la historia: primero, Padre creador; luego, Hijo redentor; y finalmente,
Espíritu vivificador.
La originalidad del
Dios bíblico estriba en ser un Dios-dialogal, un Dios relacional. El Padre solo es padre en relación al Hijo.
Solo en Jesucristo puede revelarse el ser de Dios uno y trino. Y si la
existencia cristiana supone llegar a ser como el Hijo, esa misma condición
relacional rige también como don y a la vez como tarea para nuestra vida. En
resumen, la esencia de la personalidad
trinitaria es ser pura relación y, así, la más absoluta unidad.
¿Podemos descubrir
con la razón que Dios es Uno y Trino? Aunque Dios ha dejado huellas de su ser
trinitario en la creación y en el Antiguo Testamento, la intimidad de su ser
como Trinidad Santa constituye un misterio
inaccesible a la sola razón humana e incluso fue un misterio para la fe del
pueblo de Israel. Es decir, antes de la Encarnación del Hijo de Dios,
Jesucristo, y del envío del Espíritu Santo no se reveló este misterio divino en
su plenitud.
La Iglesia expresa su
fe en Dios uno y trino confesando que existe un solo Dios en tres Personas:
Padre, Hijo y Espíritu Santo. San Agustín y otros autores, al destacar el Amor
de Dios, hablarán de Amante (el Padre), Amado (el Hijo) y Amor (el Espíritu
Santo). Las tres divinas Personas son un solo Dios, pero, a la vez, las tres
son realmente distintas entre sí, por sus relaciones recíprocas: el Padre
engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede
del Padre y del Hijo. Además de ser inseparables en su única sustancia, las
divinas Personas son también inseparables en su obrar, porque obran en
conjunto, aunque en ese único obrar divino cada Persona se hace presente según
el modo que le es propio en la Trinidad. Así, al Padre atribuimos la creación,
al Hijo, la redención, y al Espíritu Santo, la santificación de todo, aunque
creación-redención-santificación sea obra de las tres personas.
Profesamos la fe en la Santísima Trinidad:
-cuando nos signamos y persignamos, diciendo "En
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo";
-al rezar el "Gloria al Padre y al Hijo y al
Espíritu Santo";
-cuando rezamos el Gloria o el Credo
en la Santa Misa, y al final de la Plegaria eucarística…
No es verdad, por
tanto, el que la Trinidad sea un misterio remoto, irrelevante para la vida de
todos los días. Por el contrario, son las tres personas más «íntimas» en la
vida: no están fuera de nosotros, sino que están dentro de nosotros. «Hacen
morada en nosotros» (Jn 14,23); más aún: nosotros somos su «templo».
La revelación de Dios
como amor, hecha por Jesús, no es una invención humana. Nos ha revelado, al
mismo tiempo, un gran secreto en Dios:
que es Amor. Y, si Dios es amor, tiene que amar a alguien. No existe un
amor «vacío», sin objeto. Pero ¿a quién
ama Dios para ser definido amor? ¿A los hombres? ¿Al cosmos? La respuesta
de la revelación cristiana es esta: Dios
es amor porque desde la eternidad tiene «en su seno» un Hijo, el Verbo, al que
ama con un amor infinito, es decir, con el Espíritu Santo. En todo amor
siempre hay tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado y el amor
que les une. En este sentido, la familia es la imagen menos imperfecta de la
Trinidad. No es casualidad que al crear la primera pareja humana Dios dijera:
«Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (Gn 26-27).
Según los ateos
modernos, Dios no sería más que una proyección que el hombre se hace de sí
mismo. Esto puede ser verdad con respecto a cualquier otra idea de Dios, pero
no con respecto al Dios cristiano. ¿Qué necesidad tendría el hombre de
dividirse a sí mismo en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, si
verdaderamente Dios no es más que la proyección que el hombre hace de su propia
imagen? La doctrina de la Trinidad es,
por sí sola, el mejor antídoto al ateísmo moderno. ¿Parece demasiado
difícil todo esto? Es lógico que así sea, porque cuando uno está en la orilla
de un lago o de un mar y se quiere saber lo que hay del otro lado, lo más
importante no es agudizar la vista y tratar de otear el horizonte, sino subirse
a la barca que lleva a esa orilla. Con la Trinidad, lo más importante, no es
discurrir y dar vueltas sobre el misterio, sino permanecer en la fe de la
Iglesia, que es la barca segura y fiable que lleva al misterio único de la
Trinidad.
En el principio Dios creó el cielo y la tierra
La Sagrada Escritura
dice: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). La Iglesia, en
su profesión de fe, proclama que Dios es
el creador de todas las cosas visibles e invisibles: de todos los seres
espirituales y materiales, esto es, de los ángeles y del mundo visible y, en
particular, del hombre.
A través del relato
de los «seis días» de la Creación, la Sagrada Escritura nos da a conocer el
valor de todo lo creado y su finalidad de alabanza a Dios y de servicio al
hombre. Todas las cosas deben su propia existencia a Dios, de quien reciben la
propia bondad y perfección, sus leyes y lugar en el universo.
Es importante afirmar
que en el principio Dios creó el cielo y la tierra porque la creación es el fundamento de todos los designios salvíficos de Dios;
manifiesta su amor omnipotente y lleno
de sabiduría; es el primer paso hacia la Alianza del Dios único con su pueblo;
es el comienzo de la historia de la salvación, que culmina en Cristo; es la
primera respuesta a los interrogantes fundamentales sobre nuestro origen y
nuestro fin.
El Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo son el principio único e indivisible del mundo, aunque la
obra de la Creación se atribuye especialmente a Dios Padre. Podemos afirmar que
la Creación es un regalo del Padre al Hijo por el Espíritu Santo. El mundo ha
sido creado para gloria de Dios, el cual ha querido manifestar y comunicar su
bondad, verdad y belleza. El fin último de la Creación es que Dios, en Cristo,
pueda ser «todo en todos» (1 Cor 15,28), para gloria suya y para nuestra
felicidad. «Porque la gloria de Dios es el que el hombre viva, y la vida del
hombre es la visión de Dios» (San Ireneo de Lyon).
Dios ha creado el universo libremente con sabiduría y
amor.
El mundo no es el fruto de una
necesidad, de un destino ciego o del azar. Dios crea «de la nada» -ex
nihilo- (2 Mac 7,28) un mundo ordenado y
bueno, que Él trasciende de modo infinito. Dios conserva en el ser el mundo
que ha creado y lo sostiene, dándole la capacidad de actuar y llevándolo a su
realización, por medio de su Hijo y del Espíritu Santo.
Nos recuerda
Benedicto XVI, a propósito del Dios Creador, que no es una mera teoría del
pasado, sino que se trata de tener una actitud correcta en el presente. Resulta
decisivo para la fe cristiana en la creación que el Dios creador y redentor, el
Dios del origen y del fin, sean uno y el mismo. Además, la fe en Dios creador es fe en el Dios de la conciencia. Por ser
creador está próximo a todos en la conciencia. La conciencia está por encima de
la ley. Discierne entre una ley recta y una injusta. Conciencia significa
preponderancia de la verdad. La conciencia no es gusto personal erigido en
principio, sino la expresión de la fe en la secreta participación del conocimiento
humano en la verdad. En la conciencia somos siempre conscientes de la verdad, y
por eso también la conciencia nos desafía a buscar más y más la verdad.
Además, hay que
afirmar con fuerza que Dios sigue
cuidando de todo lo que ha creado. A esto se le llama «divina Providencia»,
y consiste en las disposiciones con las que Dios conduce a sus criaturas a la
perfección última, a la que Él mismo las ha llamado. Dios pide que las
criaturas colaboren con Él. Se sirve también de la cooperación de sus
criaturas, otorgando al mismo tiempo a estas la dignidad de obrar por sí
mismas, de ser causa unas de otras. Dios otorga y pide al hombre, respetando su
libertad, que colabore con la Providencia mediante sus acciones, sus oraciones,
pero también con sus sufrimientos, suscitando en el hombre «el querer y el
obrar según sus misericordiosos designios» (Flp 2,13).
Fe en un Dios creador y teorías de la evolución
Sobre este tema,
señalamos tan solo lo expresado en el magisterio de los papas más recientes.
Tres veces abordó este tema Pío XII.
Por su importancia magisterial nos fijamos solamente en la encíclica Humani Generis (1953). Según ella, la
Iglesia no prohíbe que los entendidos en teología y ciencia sigan investigando
acerca del origen del cuerpo del hombre, en cuanto pueda provenir de una
materia viva. La fe católica nos manda
sostener que las almas son creadas inmediatamente por Dios. Dentro de estos
límites, el evolucionismo puede ser admitido por los católicos.
El
Concilio Vaticano II no tomó
posición directa y expresa frente a las cuestiones teológicas que se plantean
con la teoría evolucionista, pero sí se refleja en el Concilio una visión
dinámica de la realidad (GS 5) y una convergencia, orientación y plenitud hacia
y en Jesucristo (GS 22; 45; AG 3).
Pablo VI, en 1966, volvió a tocar el
tema. Por iniciativa suya se reunían en un simposio internacional expertos de
la teología y de la exégesis católica para tratar del pecado original e
intentar acomodarlo a la nueva visión del mundo. Las palabras del Papa dicen
así: «Tampoco os parecerá aceptable la teoría del evolucionismo, mientras no
esté de acuerdo decididamente con la creación inmediata de todas y cada una de
las almas humanas por Dios».
El
papa Juan Pablo II intervino también
en diversas ocasiones recordando la verdad del Dios Creador, del hombre como
imagen y semejanza de Dios en Cristo, y de la naturaleza como el hogar en el
que el Creador ha colocado a la persona humana. Abogaba por una «ecología
moral», de respeto al hombre y a la naturaleza. No son incompatibles el
evolucionismo «abierto», y la creación como obra de la Trinidad. «No es propio
de la Iglesia incorporar todas las novedades científicas... Pero sí tomar en
consideración aquellas que forman parte de la cultura de cada época. El
concepto de evolución ha entrado como concepto cultural que debe atenderse»
(Juan Pablo II, 1996).
Por
su parte, Benedicto XVI viene
recordando con fuerza: que «no somos el
producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto
de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es
amado, cada uno es necesario... Quien encuentra a Cristo no solo no pierde
nada, sino que gana todo».
¿Qué es, pues, lo que
distingue un simple ser vivo y un ser espiritual (como el hombre), que es capax
Dei (capaz de Dios)? Sin duda, responde el Santo Padre, la existencia de lo que
llamamos alma intelectiva de un sujeto
libre y trascendente. Por eso, el magisterio de la Iglesia ha afirmado
constantemente que «cada alma espiritual
es directamente creada por Dios -no es “producida” por los padres-, y es
inmortal».
Si se nos pregunta
sobre la postura de la Iglesia en el tema de la evolución, se puede resumir en
los siguientes puntos, siguiendo a diversos autores:
1. La fe no se opone en principio a la
teoría de la evolución natural siempre que se la entienda como no excluyendo la
causalidad divina.
2.
No se ha dicho nada ni a favor ni en contra de una teoría evolucionista que
abarcase la totalidad de la creación infrahumana, incluyendo incluso el paso de materia inorgánica a la materia viva.
Se trata de un mundo creado por Dios y de una evolución dirigida por Dios.
3.
En este sentido, no hay incompatibilidad
esencial entre la fe y una teoría «moderada» de la evolución. Porque,
aplicada al caso humano, debemos afirmar que no es fruto del azar, ni de la
sola expansión de la materia que se regula a sí misma.
4.
Es de fe definida que el hombre es una
dualidad de alma y cuerpo y, por tanto, ofrece una superioridad sobre el mundo
visible creado. La evolución sola no explica por sí misma el origen de la
dimensión espiritual del hombre.
5.
Parece lógico plantearse que, si las almas de todos los hombres son creadas
inmediatamente por Dios, también lo fue el alma del primer hombre. Esta intervención de Dios no cae dentro de
los hechos captados por la ciencia empírica.
6.
Sigue abierto el debate en teología sobre si la intervención divina en el caso
del primer hombre se limitó a la creación del alma o se extendió también a la
preparación «especial» de la materia orgánica para dicha creación. En cualquier
caso, Dios Creador habría dispuesto y ordenado todo.
7.
La fe es compatible con la evolución
«moderada»: El hombre no es fruto del azar ni de la sola materia. El hombre
es dualidad de alma y cuerpo: valor axiológico en sí mismo, con un «plus» de
superioridad sobre lo creado. Es imagen y semejanza de la divinidad.
8.
En la humanización filogenética (especie humana) y en la humanización
ontogénica (embrión) hay una intervención
directa de Dios. No al generacionismo (todo viene de los padres), ni al
emanatismo (panteísmo), ni a la preexistencia del alma. Sí al creacionismo
moderado, distinto de la creación de la nada, de las gracias.
9.
¿Qué es verdaderamente dogmático, o de fe, en el tema de la creación?...
□ Creación
libre por parte de Dios. Contra los panteísmos, hay que decir que Dios no
necesita de la creación para ser Dios. Dios
no se identifica con el mundo creado; supone la trascendencia de Dios. Y, con ello, la distinción entre Dios y el
mundo, y la independencia de toda coacción interior y exterior en Dios a la
hora de crear. Dios no necesita del
hombre ni de la creación: ha creado solo por amor.
□ Creación
de la nada. Contra dualismos (como si existiera otra cosa junto a Dios
cuando Él creó), significa que no existía algo anterior a la creación misma, y
que, por lo mismo, todo tiene un único
principio y Dios sustenta todo.
□ Creación
en el tiempo. Se opone a la concepción de la eternidad del mundo: refuerza
la idea de una libertad creacional,
así como el que hubiera algo previo a lo creado. Y nos habla de una historia de Salvación entre Dios y la
humanidad.
□ Creación
continuada. Va contra la concepción deísta como si Dios hubiera puesto el
mundo en funcionamiento y se hubiera desentendido de él. Con ello queremos
afirmar que Dios no sólo sustenta todo,
sino que lo dirige con su providencia amorosa.
□ En
cuanto al fin de la creación. Se afirma que el mundo ha sido creado para la gloria de Dios. Ni el hombre es
dueño del mundo ni la diosa Tierra (Gaia) es el fin de lo creado. El fin de la
creación es manifestar el amor y la vida de Dios. Es un regalo que hace el
Padre al Hijo, mediante el Espíritu Santo.
Hablando,
en resumen, de la evolución, el papa Benedicto XVI, y más en concreto de la
«necesidad y del azar en el universo y de nuestra aparición como casualidad»,
afirma que los cristianos tenemos la
osadía de proponer que los grandes proyectos de la vida no son producto de la
casualidad ni del error. Remiten a una Razón creadora, nos muestran el Espíritu
Creador. Solo el Espíritu Creador era lo suficiente fuerte, grande y osado
para concebir este proyecto. El hombre
no es una equivocación; ha sido deseado, es fruto de un amor. Pilato se
atrevió a decir de Jesús «este es el hombre». Y tenía razón: en Jesucristo podemos leer lo que es el
hombre, el proyecto de Dios sobre el hombre y nuestra relación con Él. En
Él podemos leer la historia de pecado y de amor. La pregunta «¿qué es el
hombre?» encuentra su respuesta en Jesucristo. De Él aprendemos la paciencia
del amor y del sufrimiento, y quién es el hombre y cómo llegar a serlo.
El misterio del mal
"Al
interrogante, tan doloroso como misterioso, sobre la existencia del mal
solamente se puede dar respuesta desde el
conjunto de la fe cristiana. Dios no es, en modo alguno, ni directa ni
indirectamente, la causa del mal. Él ilumina el misterio del mal en su Hijo
Jesucristo, que ha muerto y ha resucitado para vencer el gran mal moral, que es
el pecado de los hombres y que es la raíz de los restantes males."
(Compendio 57)
"La
fe nos da la certeza de que Dios no permitiría el mal si no hiciera salir el
bien del mal mismo. Esto Dios lo ha realizado ya admirablemente con ocasión de
la muerte y resurrección de Cristo: en efecto, del mayor mal moral, la muerte
de su Hijo, Dios ha sacado el mayor de los bienes, la glorificación de Cristo y
nuestra Redención." (Compendio 58)
No
solo la razón teórica, sino la razón práctica también fracasa cuando se trata
de reflexionar a fondo sobre el misterio del mal. Ante el dolor y el
sufrimiento en sus múltiples formas, los interrogantes y las preguntas se
vuelven hacia Dios:
1)
Si Dios existe y es bueno ¿por
qué hay mal? Debemos realizar una autocrítica ante esta imagen de bondad de
Dios. Porque el ver a Dios como una especie de Papá Noel o mago bueno y siempre
milagroso nos crearía dependencia y no nos dejaría crecer como adultos. Por
otro lado, la felicidad del hombre no está solo en recibir, sino en dar, en
luchar. Por eso existe un concepto de bondad
más rico y profundo: permitir que el otro sea él mismo, ayudarle a ser autónomo
y adulto, abrirle horizontes de verdad y de valores. Los buenos padres y
educadores no regalan todo lo que el niño desea, ni le dispensan del esfuerzo,
la búsqueda, los intentos, los fracasos o el mismo error. Desde Dios, por la
libertad, existe un tipo de bondad que permite cierta negatividad para que el
mundo y el hombre sean adultos.
2)
Si Dios existe y es omnipotente ¿por
qué hay mal? Estamos acostumbrados a imaginar a Dios como si este fuera un
fabricante que realiza una obra sin errores ni fallos, o como un industrial o
artesano perfecto. Pero Dios ha querido
crear, no de forma realizada y finalizada, sino en proceso, en evolución. Y
deja al hombre que continúe su obra y la perfeccione.
3)
Y quedan otras sospechas: ¿al final, a pesar del mal, la creación tendrá éxito?
¿No era mejor una creación sin tantos errores ni males, sin tantas complicaciones?
¿Está la humanidad sola ante esta lucha en contra del mal? ¿Puede el
cristianismo decir alguna otra palabra, que no sea el racionalismo filosófico,
ante el misterio del mal?
Asentamos,
desde nuestra fe cristiana, algunas premisas:
1.
No es que Dios «no pueda» crear y mantener un mundo sin mal, sino que
sencillamente no es posible, no
tiene sentido. Dios no puede evitar las consecuencias de un mundo creado en
evolución y donde existimos «las criaturas»: equivaldría a anular con una mano
lo que ha creado con la otra.
2.
Dios nos ha creado por amor y desde el amor, para hacernos felices participando de su misma vida. Tenemos que
existir, y existir como seres finitos, en un mundo finito. Esto quiere decir
que estamos expuestos a males físicos y a males morales, desde el uso indebido
de nuestra libertad.
3.
Dios no es autor del mal, lo permite.
A un Dios que crea por amor, solo cabe «comprenderlo» como Aquel que quiere el
bien y solo el bien para sus criaturas; el mal, en todas sus formas, es justamente
lo que se opone a Él. Existe el mal porque «es inevitable», tanto física como
moralmente, en las condiciones de un mundo y una libertad finitos. La
omnipotencia divina sigue intacta, pero es la omnipotencia del amor respetuoso,
que se compadece, anima y acompaña sin descanso ya desde ahora. Y que se
reserva la última palabra porque de Él, sumo Bien, es el futuro absoluto y
total.
4.
Dios no anula el mal, pero le da sentido.
Es el «gran compañero», el que comprende y camina en nosotros, aún en medio del
mal.
5.
Dios es el «anti-mal» (antes de la
existencia del mal, existía Él; y, una vez realizada la creación, lo ha vencido
en su Hijo). Desde entonces, todo mal, unido a la Redención, tiene un valor
salvífico. Esto nos otorga una gran esperanza.
6.
Dios nos invita y nos empuja
constantemente a luchar contra todo mal: contra el natural y físico (usando
de nuestra inteligencia y de la ciencia) y contra el mal moral (promoviendo un cambio
de vida y solidaridad profunda).
Ante
el dolor, la enfermedad y el sufrimiento, no se deben transmitir doctrinas ni
prácticas ni consejos. Hay que hacer posible que los sufrientes experimenten la
presencia misma, hoy y aquí, del Hijo encarnado, como la han experimentado tantos
hijos e hijas a lo largo de la historia de la humanidad. Ante el dolor, la
enfermedad y el sufrimiento, tenemos que superar
esquemas desfasados de pensamiento y sentimientos cortos que no se corresponden
con el misterio profundo:
a) por ejemplo, ese Dios de la filosofía que
aparece como impasible y apático ante el sufrimiento y el dolor; y ese
sentimiento de que estamos solos ante el
dolor y el sufrimiento;
b) o también esa visión de un Dios frío, solo
justiciero, y ese sentimiento de que el sufrimiento me viene porque lo merezco. Dios es amor misericordioso,
y asume el pecado y el sufrimiento no por necesidad impuesta, sino
sencillamente por amor desbordante, libre;
c) o, finalmente, esa visión oscura de que
Dios da la enfermedad y el sufrimiento, y ese sentimiento de que el dolor, la enfermedad y el sufrimiento son una
prueba. Dios no quiere el dolor ni el sufrimiento para sus hijos; quiere la
salud y la vida.
El
hombre, aun en medio del dolor, la enfermedad, el pecado o la misma muerte,
vive en Cristo y nada de lo negativo podrá separarnos de Cristo, como afirma
con fuerza el apóstol san Pablo.
Desde
la Encarnación redentora, hacemos una doble llamada: a encontrarnos con el
mismo Hijo Crucificado pero, al mismo tiempo, a bajar de la cruz hasta los
crucificados de cada época. Se ha dicho con toda justicia que Cristo no nos ha
dejado ni una sola línea escrita, como sí hizo Platón con sus Diálogos. No nos
ha transmitido una Tabla con una Ley, como sí hizo Moisés. No ha dictado el
Corán, como hizo Mahoma. Tampoco fundó una orden religiosa como Buda. Pero sí
dijo: «Yo me quedo con vosotros hasta el
fin de los tiempos». En eso consiste la experiencia más profunda del
cristianismo. Y ese quedarse para
siempre del hijo con nosotros tiene mucho que ver con la Eucaristía y con los
sufrientes. La Eucaristía es la misma carne del Hijo encarnado y del
hermano sufriente y doliente. La participación en la Eucaristía, sacramento de
la Encarnación, muerte y resurrección del Hijo, envía y remite a los
crucificados de hoy. La Eucaristía es el secreto de la victoria sobre el mal y
la negatividad. La Eucaristía es novedad, es el germen de la nueva humanidad,
la fuerza y alimento para el camino, el adelanto de la nueva creación que salta
hasta la Jerusalén celeste. La Eucaristía es el sacramento que recuerda
permanentemente que la humanidad es el cuerpo de su Hijo y que la
evangelización significa también sanación profunda e integral: de todo hombre y
de todo el hombre. El que comulga el cuerpo del Hijo se convierte en un Cristo
andante, sanador, anunciador de la Buena Nueva. La misma carne del sacramento
de su Hijo en la Eucaristía es la del hermano sufriente y necesitado.
Participar y vivir la Eucaristía es hacer la gran revolución religiosa, la
cristiana, donde la vía de acceso al Dios trino es el prójimo, miembro del Cuerpo
del Hijo. El camino que lleva a Dios pasa por el hermano, especialmente el
hermano sufriente y necesitado.
Existen los ángeles
Nos
dice el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica que "los ángeles
son criaturas puramente espirituales, incorpóreas, invisibles e inmortales; son
seres personales dotados de inteligencia y voluntad. Los ángeles, contemplando
cara a cara incesantemente a Dios, lo glorifican, lo sirven y son sus
mensajeros en el cumplimiento de la misión de salvación para todos los hombres.
La Iglesia se une a los ángeles para adorar a Dios, invoca la asistencia de los
ángeles y celebra litúrgicamente la memoria de algunos de ellos. «Cada fiel
tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida»
(san Basilio Magno)." (Compendio 60-61).
Si
hasta hace algunos decenios no se discutía la existencia de ángeles y demonios,
hoy los autores católicos se dividen: algunos siguen admitiendo su existencia
sin cuestionarla; otros tienden a reducir los ángeles a simples expresiones del
amor de Dios, y a Satanás a un mero «símbolo» del pecado personal y social;
otros autores ni afirman ni niegan: se conforman con un juicio «en suspensión
temporal», de duración impreciso.
En
el Catecismo de la Iglesia Católica se subraya que la existencia de los ángeles es una verdad de fe:
-Son servidores y mensajeros de Dios porque
contemplan constantemente el rostro del Padre de los cielos (Mt 18,10) y son
agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra (Sal 103,20).
-En tanto que criaturas puramente
espirituales tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales e
inmortales. Superan en perfección a todas las criaturas visibles y el
resplandor de su gloria da testimonio de ello.
-Los ángeles pertenecen a Cristo, porque
fueron creados por Él y para Él, y son llamados «hijos de Dios». Toda la vida
de Jesús encarnado estuvo rodeada de ángeles en diversos pasajes: desde la encarnación
hasta la pasión y resurrección.
-La vida de la Iglesia se beneficia de la
ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles y desde la infancia hasta la muerte
la vida humana está rodeada de su custodia.
-El diablo o los demonios son ángeles caídos,
que influyen en los hombres y, aunque su poder es fuerte por ser espíritus
puros, no es sin embargo infinito. El que Dios permita la actividad diabólica
es un gran misterio, aunque sabemos que en todas las cosas interviene Dios para
el bien de los que le aman.
Finalmente,
nos hacemos eco de una frase atribuida a Mircea Eliade: «Cuando el hombre deja
de creer en el verdadero Dios, es capaz de creer en cualquier cosa». Tal vez,
en nuestra sociedad cansada y posmoderna, de vuelta de ideologías inmanentistas
y metarrelatos, la moda de los ángeles no sea más que una versión más de «lo
fragmentario y de la religión a la carta» tan típica de este hombre de nuestros
días a quien se le ha definido como light, débil y liviano. Porque la creencia
obsesiva en los ángeles puede llevar a una forma religiosa narcisista de
comportamiento religioso, y sin compromiso comunitario e institucional.
En
cualquier caso, aunque sea cierto que la angeología no deba situarse en el
primer plano de nuestras creencias, tampoco se puede olvidar. Tanto para la
Biblia como para la Tradición viva no son seres marginales en la historia de la
Salvación.
[Nota: En las páginas 63 y 64, de Para
comprender el Credo de nuestra Fe, Mons. Berzosa responde ampliamente a la
pregunta de "por qué los ángeles
están de moda"].
La persona humana
(Del
Compendio del Catecismo nº 63-70)
El
hombre es la cumbre de la Creación
visible, pues ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Entre todas las
criaturas existe una interdependencia y jerarquía, queridas por Dios. Al mismo
tiempo, entre las criaturas existe una unidad y solidaridad, porque todas ellas
tienen el mismo Creador, son por Él amadas y están ordenadas a su gloria.
Respetar las leyes inscritas en la creación y las relaciones que dimanan de la
naturaleza de las cosas es, por lo tanto, un principio de sabiduría y un
fundamento de la moral.
La
obra de la Creación culmina en la
obra aún más grande de la Redención.
Con esta, de hecho, se inicia la nueva Creación, en la cual todo hallará de
nuevo su pleno sentido y cumplimiento.
El
hombre ha sido creado a imagen de Dios,
en el sentido de que es capaz de conocer y amar libremente a su propio Creador.
Es la única criatura sobre la tierra a la que Dios ama por sí misma, y a la que
llama a compartir su vida divina, en el conocimiento y en el amor. El hombre,
en cuanto creado a imagen de Dios, tiene la dignidad de persona: no es solamente algo, sino alguien capaz de
conocerse, de darse libremente y de entrar en comunión con Dios y las otras
personas.
Dios
ha creado todo para el hombre, pero el hombre ha sido creado para conocer,
servir y amar a Dios, para ofrecer en este mundo toda la Creación a Dios en
acción de gracias, y para ser elevado a
la vida con Dios en el cielo. Solamente en el misterio del Verbo encarnado
encuentra verdadera luz el misterio del hombre, predestinado a reproducir la
imagen del Hijo de Dios hecho hombre, que es la perfecta «imagen de Dios
invisible» (Col 1,15).
Todos
los hombres forman la unidad del género
humano por el origen común que les viene de Dios. Además, Dios ha creado
«de un solo principio, todo el linaje humano» (Hch 17,26). Finalmente, todos
tienen un único Salvador y todos están llamados a compartir la eterna felicidad
de Dios.
La
persona humana es, al mismo tiempo, un
ser corporal y espiritual. En el hombre, el espíritu y la materia forman
una única naturaleza. Esta unidad es tan profunda que, gracias al principio
espiritual, que es el alma, el cuerpo, que es material, se hace humano y
viviente, y participa de la dignidad de la imagen de Dios.
El
alma espiritual no viene de los
progenitores, sino que es creada directamente por Dios, y es inmortal. Al
separarse del cuerpo en el momento de la muerte, no perece; se unirá de nuevo
al cuerpo en el momento de la resurrección final.
Varón y hembra los creó
Afirma
el Catecismo que "el hombre y la mujer han sido creados por Dios con igual dignidad en cuanto personas
humanas y, al mismo tiempo, con una recíproca
complementariedad en cuanto varón y mujer. Dios los ha querido el uno para
el otro, para una comunión de personas. Juntos están también llamados a
transmitir la vida humana, formando en el matrimonio «una sola carne» (Gn
2,24), y a dominar la tierra como «administradores» de Dios. Al crear al hombre
y a la mujer, Dios les había dado una especial participación de la vida divina,
en un estado de santidad y justicia. En este proyecto de Dios, el hombre no
habría debido sufrir ni morir. Igualmente reinaba en el hombre una armonía
perfecta consigo mismo, con el Creador, entre hombre y mujer, así como entre la
primera pareja humana y toda la Creación." (Compendio nº 71-72)
El
tema de la creación de la humanidad en dos géneros, femenino y masculino, está
siendo contestado por la denominada «ideología
de género». Sin embargo, en nuestra fe profesamos que la persona humana es
imagen de Dios de forma andrógina: como varón (is) y como hembra (issá), según
el relato del Génesis. Adán y Eva representan a la humanidad en su conjunto y,
por consiguiente, desde los comienzos, la persona humana se convierte en imagen
de Dios no tanto en la soledad (creación de Adán) cuanto en el momento en que hombre
y mujer se encuentran uno frente al otro y se complementan. Hombre y mujer son
una «identidad en relación». De ahí la igualdad y dignidad de ambos y el valor
del amor humano. Lo masculino y lo femenino se revelan como pertenecientes a la
creación misma y están destinados a perdurar más allá del tiempo presente,
evidentemente de manera transfigurada.
En
los últimos años la ideología de género ha subrayado fuertemente la condición de subordinación de la mujer
a fin de suscitar una actitud de
contestación. La mujer, para ser ella misma, se constituye en antagonista
del hombre. A los abusos de poder responde con una estrategia de búsqueda del
poder. Este proceso lleva a una rivalidad entre los sexos, en el que la
identidad y el rol de uno son asumidos en desventaja del otro, teniendo como
consecuencia la introducción en la antropología de una confusión deletérea, que
tiene su implicación más inmediata y nefasta en la estructura de la familia.
Para
evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las
diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento
histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada sexo,
se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género,
queda subrayada al máximo y considerada primaria. El obscurecerse de la diferencia o dualidad de los sexos produce
enormes consecuencias de diverso orden. Esta antropología, que pretendía
favorecer perspectivas igualitarias para la mujer, liberándola de todo
determinismo biológico, ha inspirado de hecho ideologías que promueven, por
ejemplo, el cuestionamiento de la familia a causa de su índole natural
biparental, esto es, compuesta de padre y madre, la equiparación de la
homosexualidad a la heterosexualidad y un modelo nuevo de sexualidad polimorfa.
Ante estas corrientes de pensamiento, la Iglesia, iluminada por la fe en
Jesucristo, habla en cambio de colaboración
activa entre el hombre y la mujer, precisamente en el reconocimiento de la
diferencia misma.
Por
lo tanto, la promoción de las mujeres dentro de la sociedad tiene que ser
comprendida y buscada como una humanización, realizada gracias a los valores
redescubiertos por las mujeres. Toda perspectiva que pretenda proponerse como
lucha de sexos solo puede ser una ilusión y un peligro, destinados a acabar en
situaciones de segregación y competición entre hombres y mujeres, y a promover
un solipsismo, que se nutre de una concepción falsa de la libertad.
Sin
prejuzgar los esfuerzos por promover los derechos a los que las mujeres pueden
aspirar en la sociedad y en la familia, estas observaciones quieren corregir la
perspectiva que considera a los hombres como enemigos que hay que vencer. La
relación hombre-mujer no puede pretender encontrar su justa condición en una
especie de contraposición desconfiada y a la defensiva. Es necesario que dicha
relación sea vivida en la paz y la felicidad del amor compartido. En un nivel
más concreto, las políticas sociales -educativas, familiares, laborales, de
acceso a los servicios, de participación cívica- si bien por una parte tienen
que combatir cualquier injusta discriminación sexual, por otra deben saber
escuchar las aspiraciones e individuar las necesidades de cada cual. La defensa
y promoción de la idéntica dignidad y de los valores personales comunes deben
armonizarse con el cuidadoso reconocimiento de la diferencia y la reciprocidad,
allí donde eso se requiera para la realización del propio ser masculino o
femenino.
Pecado de hombres y ángeles
Benedicto
XVI ha recordado en muchas ocasiones que el tema del pecado es uno de los temas
silenciados en nuestro tiempo. La predicación religiosa, si es posible, tiende
a eludirlo. La sociología y la psicología intentan desenmascararlo como
complejo o ilusión. El derecho intenta cada vez más arreglarse sin el concepto
de culpa y acudir a las encuestas y los datos sociológicos. Pero a pesar de
ello, continúa existiendo por todas partes. Porque el hombre puede dejar a un
lado la verdad, pero no eliminarla, y porque está enfermo, necesitará del Espíritu
Santo para que convenza al mundo del pecado (Jn 16,8). No se trata de quitar al
hombre el gusto por la vida y llenarle de prohibiciones y negaciones. Se trata
sencillamente de conducirle a la verdad y, de esta manera, santificarle.
[Compendio
73:] En la historia del
hombre está presente el pecado. Esta
realidad se esclarece plenamente solo a la luz de la divina Revelación y, sobre
todo, a la luz de Cristo, el Salvador de todos, que ha hecho que la gracia
sobreabunde allí donde había abundado el pecado.
[Compendio
74:] Con la expresión «la caída de los ángeles» se indica que
Satanás y los otros demonios, de los que hablan la Sagrada Escritura y la
Tradición de la Iglesia, eran inicialmente ángeles creados buenos por Dios, que
se transformaron en malvados porque rechazaron a Dios y a su Reino, mediante
una libre e irrevocable elección, dando así origen al infierno. Los demonios
intentan asociar al hombre a su rebelión contra Dios, pero Dios afirma en
Cristo su segura victoria sobre el Maligno.
[Compendio
75:] El hombre, tentado
por el diablo, dejó apagarse en su corazón la confianza hacia su Creador y,
desobedeciéndole, quiso «ser como Dios»
(Gn 3,5), sin Dios, y no según Dios. Así Adán y Eva perdieron
inmediatamente, para sí y para todos sus descendientes, la gracia de la
santidad y de la justicia originales.
[Compendio
76:] El
pecado original,
en el que todos los hombres nacen, es el estado de privación de la santidad y
de la justicia originales. Es un pecado «contraído», no «cometido» por
nosotros; es una condición de nacimiento y no un acto personal. A causa de la
unidad de origen de todos los hombres, el pecado original se transmite a los
descendientes de Adán con la misma naturaleza humana, «no por imitación, sino
por propagación». Esta transmisión es un misterio que no podemos comprender
plenamente.
[Compendio
77:] Como consecuencia del pecado original, la
naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus
propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder
de la muerte, e inclinada al pecado. Esta inclinación al mal se llama «concupiscencia».
[Compendio
78:] Después del primer
pecado, el mundo ha sido inundado de pecados, pero Dios no ha abandonado al hombre al poder de la muerte, antes al contrario,
le predijo de modo misterioso -en el Protoevangelio (Gn 3,15)- que el mal sería
vencido y el hombre levantado de la caída. Se trata del primer anuncio del
Mesías redentor. Por ello, la caída será incluso llamada «Feliz culpa», porque
«ha merecido tal y tan grande Redentor» (Liturgia de la Vigilia pascual).
Hoy,
el tema del pecado original está cuestionado desde diversos frentes:
■ Ciencias:
¿Cómo hacerlo compatible con el evolucionismo, donde se afirma que «al
principio no era lo perfecto, sino que será al final»?
■ Antropología:
¿Por qué la solidaridad de los hombres de hoy con el primer pecador? ¿Estamos
marcados para el mal o para el bien cuando venimos a este mundo?
■ Exégesis:
¿El libro del Génesis cuenta algo histórico, o es mero símbolo?
■ Teología:
¿Qué es más importante la solidaridad en el pecado o la solidaridad en
Jesucristo?...
Estos
retos no pueden despreciarse ya que detrás de ellos hay diversas cuestiones
decisivas para nuestra fe:
■ Cristológicas:
Cristo es único Salvador y Mediador; y no solo un fundador más de una religión o
un simple maestro de sabiduría.
■ Eclesiológicas:
la Iglesia es mediadora como sacramento de salvación y no solo una comunidad de
gentes buenas...
■ Antropológicas:
equilibrio entre naturalismo antropológico optimista (pelagianismo,
roussonianismo, laicismo, New Age...) y naturalismo pesimista o de perversión
de la naturaleza humana (protestantismo, maniqueísmo, religiones
orientales...). Y, además, están en juego cuatro antropologías o modelos de
hombre y mujer en el momento presente:
□
Ecológica: somos los ojos, el
corazón y las manos de la madre Tierra (Gaia). La Tierra no nos pertenece; nosotros
pertenecemos a la madre Tierra.
□
Biónico: somos los ojos, el corazón
y las manos de la máquina (ciborgs); mitad humanos, mitad artificiales para
viajes interplanetarios.
□
Humanista horizontalista: somos los
ojos, el corazón y las manos de una humanidad nueva y adulta que llegará.
□
Teológica: Somos los ojos, el
corazón y las manos de Dios (Cristianismo).
■ Etiológicas:
¿Qué es el mal? ¿Quién es el responsable? ¿Quién es el diablo?...
■ Mariológicas:
¿Qué tiene de singular la Virgen María? ¿Nos podemos seguir contem-plando en
ella, los hombres y mujeres del s. XXI?
■ Escatológica:
¿Tiene el mal la última palabra de la historia?
■ Espiritual:
¿Qué es lo genuino de la espiritualidad cristiana?
¿Qué consecuencias trajo el pecado original
para la humanidad? Las resumimos en cinco:
a) Pérdida de gracia original santificante
(divinizadora) o de amistad «natural» con Dios; como si la vida pudiera
realizarse solo «humanamente», al margen de Dios.
b) Tensión entre armonía-desarmonía en la
persona humana (concupiscencia humana negativa), negatividad en lo social (en
la relación con los demás) y desarmonía ecológica (relación con la naturaleza).
c) Posibilidad de muerte teológica, del
infierno como alejamiento de Dios.
d) No pertenencia al Pueblo de Dios, a los
salvados y divinizados.
e) Cierto «influjo y poder» del Maligno.
A
la hora de reflexionar sobre el misterio del pecado original, la teología contemporánea tiene en
cuenta las siguientes claves:
1. Distinguir pecado original originante (lo sucedido al comienzo de la
humanidad, en clave de «antropología teológica») y pecado original originado (consecuencias del pecado).
2. Equilibrar la dimensión personal y la
dimensión social o comunitaria.
3. Más que al pecador Adán nos referimos al
pecado de Adán (humanidad). Si bien Adán se concreta en is (hombre) e isah
(mujer).
4. El Paraíso es símbolo imperfecto de la
vida eterna (trinitaria) que traerá Jesucristo en plenitud
(Encarnación-Iglesia).
5. La humanidad primera es símbolo del hombre
perfecto y último que es Jesucristo.
6. Nos situamos en el ámbito o dimensión
moral-teológica, no solo biológico-natural...
7. Un niño que nace en pecado original no es
un condenado: necesita ratificación personal del pecado. No existe el limbo.
Cuando morimos entramos no ya en un mundo de «gracia-desgracia»
(gracia-pecado), sino solo de gracia (en el «útero» de la Trinidad).
8. Nacemos envueltos en una atmósfera de
pecado y gracia, y «potencialmente pecadores y santos».
9. ¿Por qué, en resumen, es tan importante
lograr plantear bien el tema del pecado original?
□ Porque el núcleo
positivo del pecado original es la
necesidad real de Jesucristo. Lo decisivo es la unidad de todos los hombres en Cristo, como mediador,
salvador-redentor y divinizador.
□ El pecado original
salva la imagen de un Dios malo y
malvado y equilibra la antropología...
Dios y el hombre se necesitan.
□ Dios no es culpable del mal moral, del
rechazo a su plan divino. Es el misterio de iniquidad «diabólico» y humano.
□ Sentido profundo de
la libertad humana, respetada
incluso por parte de Dios.
□ Conocimiento realista, equilibrado y
profundo de la persona y de la
sociedad.
□ Sentido profundo de
las estructuras de pecado en el
mundo y de la existencia del Maligno.
□ Sentido profundo de
la espiritualidad cristiana: estamos
llamados a ser, desde el Bautismo, carne ungida por el Espíritu Santo, capaz de
ver a Dios.
□ Para una sana relación hombre-mujer, relación
entre pueblos y en relación con la naturaleza...
10. Algunos autores recientemente están
destacando, en clave cristológica, que Jesús se solidarizó con la humanidad
hasta el amor extremo (muerte en la cruz). Una humanidad bajo el señorío de
Satanás y afectada por un destino de pecado (muerte teológica). El pecado,
junto a su raíz satánica, es vencido por el amor misericordioso. La muerte por
los pecados no quiere decir solo «a causa» de los pecados, sino en favor de los
pecadores que quedan perdonados, regenerados, hechos solidarios de la vida
divina en el resucitado.
Al
hablar de pecado original tenemos que integrar y equilibrar la visión «histórica
de los orígenes» con otra personal y social. También el elemento vertical
(ruptura con Dios) como el horizontal (ruptura con los hermanos). Y, como
efectos, no solo horizontales históricos (psicológicos y sociológicos), sino
cósmicos (ecológicos) y teológicos (las dimensiones del pecado).
La
liberación del pecado incluye siempre un elemento eclesial, incluso para un
niño: entrar en una historia de salvación, de Pueblo de Dios, formando parte de
la nueva humanidad.
Finalmente,
la permanencia de la concupiscencia en los bautizados indica que la salvación
en Cristo no es automática o mágica, sino que es histórica en un proceso de
crecimiento en libertad. La concupiscencia más que una tentación pecaminosa se
puede contemplar como «oportunidad» para crecer continuamente.
Para
la reflexión en grupo
1. ¿Qué
se quiere expresar cuando afirmamos que Dios es Unidad y Trinidad al mismo
tiempo?
2. ¿Por
qué son compatibles un Dios Creador y un mundo en evolución?
3. ¿Por
qué los ángeles y demonios están de moda en nuestros días?
4. ¿Qué
significa pecado original «originante» y pecado original «originado»?
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