1. El Espíritu
Santo
Hablar
del Espíritu Santo es no solo hablar de la vida íntima de Dios, sino de «Dios
hacia fuera», del poder por el que el Señor resucitado sigue presente en la
historia.
Lo
propio de la tercera persona de la Santísima Trinidad consiste «en lo común»,
en la unidad del Padre y del Hijo. Padre e Hijo son uno mismo entre sí en
cuanto que van más allá de sí; en el tercero, en la fecundidad de la donación,
son un único ser.
San
Agustín dice que lo propio del Espíritu Santo es precisamente lo que es común
al Padre y al Hijo: la comunión. Su peculiaridad es ser unidad.
La
misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables porque en la Trinidad, el
Hijo y el Espíritu son distintos pero inseparables.
«Espíritu
Santo» es el nombre propio de la tercera Persona de la santísima Trinidad. Jesús
lo llama también Espíritu Paráclito (consolador, abogado) y Espíritu de
verdad. El Nuevo Testamento lo llama Espíritu de Cristo, del Señor, de Dios,
Espíritu de la gloria y de la promesa.
«Sin el Espíritu
Santo, Dios está lejos, Cristo queda en el pasado, el Evangelio es letra
muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad una dominación, la
misión una propaganda, el culto una evocación y el actuar cristiano una moral
de esclavos. Pero con el Espíritu Santo, el cosmos está agitado y gime en el
alumbramiento del Reino, Cristo resucitado está presente entre nosotros, el
Evangelio es potencia de vida, la Iglesia significa la comunión trinitaria, la
autoridad es un servicio liberador, la misión es un Pentecostés, la liturgia
es memorial y anticipación, y el actuar humano es divinizado» (Patriarca sirio Ignacio de
Lattaquié).
En
el Antiguo Testamento, se afirma que el Espíritu planeaba sobre el mundo; que
el hombre recibe el espíritu de Dios; también los ancianos de Israel reciben el
espíritu en el desierto; igualmente, el espíritu de Dios está presente en los
jueces que guían al pueblo a la conquista de la tierra prometida y en los reyes
como David; Samuel y los profetas como Isaías o Jeremías recibieron el
Espíritu; Ezequiel habla de la necesidad de un espíritu nuevo. En resumen, en
el Antiguo Testamento se manifiesta como el Espíritu de la promesa que solo en
el Nuevo Testamento se manifestará totalmente.
En
el Nuevo Testamento, primero hablamos de las manifestaciones del Espíritu Santo
en la vida misma de Jesucristo: en la Anunciación, «el Espíritu Santo vendrá
sobre María». En el Bautismo de Jesús se lee: «El cielo se abrió y descendió
sobre él el Espíritu Santo». Posteriormente, «entonces fue llevado al desierto
por el Espíritu Santo», para vencer al tentador, preanuncio de lo que será
expulsar demonios durante su actividad pública. Cristo, por el Espíritu Santo,
se enfrenta victoriosamente al mal. Por eso Jesús es el «Cristo» (el ungido por
el Espíritu Santo) y es enviado en misión por el Padre: «El Espíritu Santo
está sobre mí y me ha ungido para que anuncie la Buena Noticia a los pobres».
Hace de Jesucristo Buena Noticia liberadora.
El
Espíritu Santo está presente en la pasión, muerte y resurrección del Señor: es
su fuerza, y nos lo regala en el último instante. En el momento de su muerte,
Jesús da al Padre su vida humana y también el Espíritu Santo que le habita. La
resurrección, como la Encarnación, se realiza gracias al Espíritu Santo. Por
el Espíritu, el crucificado da su vida y transmite su Espíritu a la Iglesia,
resucita de entre los muertos y recibe el señorío pleno y para siempre.
En
san Juan leemos que el Espíritu Santo nos hará renacer de nuevo como a
Nicodemo, que él nos enseñará todas las cosas de Dios y nos recordará todo lo
revelado por Jesucristo. El Espíritu Santo hará que demos testimonio del Hijo
y nos dará todo de Cristo. El Espíritu Santo concluirá la obra de Cristo.
En
los escritos de san Pablo se repite el Espíritu nos hace hijos de Dios y no
esclavos. Por el Espíritu Santo tenemos libre acceso al Padre y le llamamos
«Abba». El Espíritu Santo es el autor de los diversos carismas y, a la vez, de
la unidad en la Iglesia.
Son
numerosos los símbolos con los que se representa al Espíritu Santo. Los más
conocidos: el «agua viva», que brota
del corazón traspasado de Cristo y sacia la sed de los bautizados: la «unción» con el óleo, que es signo
sacramental de la Confirmación: el «fuego»,
que transforma cuanto toca; la «nube»
oscura y luminosa, en la que se revela la gloria divina: la «imposición de manos», por la cual se
nos da el Espíritu: y la «paloma», que baja sobre Cristo en su
Bautismo y permanece en Él. Más en concreto, el Espíritu Santo se representa
como:
*Viento y soplo: Implica movimiento, vida,
contrapuesto a «inerte». Jesús transmite el Espíritu en su último aliento;
sopla su Espíritu sobre los Apóstoles para concederles poder sobre los
pecados; Pentecostés comienza con un ruido de viento.
*Fuente: Se ve, pero no su origen.
Conversación con la samaritana; «El que tenga sed, que venga y beba». De su
costado traspasado, mana agua.
*Paloma: Símbolo de belleza, paz y amor
(paloma del Arca; Cantar de los Cantares). Jesús recibe el Espíritu Santo en
forma de paloma en su Bautismo; es típico de la anunciación; san Pablo habla
de que el Espíritu Santo intercede por nosotros con «gemidos inefables».
*Fuego y lenguas: Juan Habla de bautismo como
Espíritu y fuego. En el Antiguo Testamento, Dios interviene por el fuego:
zarza ardiente y Moisés; monte Sinaí después del don de la Ley; en el desierto
es la columna que guía al pueblo. El fuego es símbolo de purificación y de
amor creciente. Jesús anuncia que ha venido a traer fuego. Los discípulos de
Emaús sienten fuego cuando Jesús les explica las Escrituras.
*Aceite y crisma: Significa unción y consagración.
Los reyes y profetas son ungidos. Jesús, no. Porque el Espíritu no vendrá desde
fuera: está en El. Los cristianos somos macados por el sello de la promesa para
que en nuestro corazón estén las arras del Espíritu Santo.
4. La obra del Espíritu Santo en las personas
Con
el término «profetas» se alude a cuantos fueron inspirados por el Espíritu
Santo para hablar en nombre de Dios. La obra reveladora del Espíritu en las
profecías del Antiguo Testamento halla su cumplimiento en la revelación plena
del misterio de Cristo en el Nuevo Testamento.
El
Espíritu colma con sus dones a Juan el Bautista, el último profeta del Antiguo
Testamento, quien, bajo la acción del Espíritu, es enviado para que «prepare al
Señor un pueblo bien dispuesto» y anunciar la venida de Cristo, Hijo de Dios:
aquel sobre el que ha visto descender y permanecer el Espíritu, «aquel que
bautiza en el Espíritu».
El
Espíritu Santo culmina en María las expectativas y la preparación del Antiguo
Testamento para la venida de Cristo. De manera única la llena de gracia y hace
fecunda su virginidad, para dar a luz al Hijo de Dios encarnado. Hace de Ella
la Madre del «Cristo total», es decir, de Jesús Cabeza y de la Iglesia su
Cuerpo. María está presente entre los Doce el día de Pentecostés, cuando el
Espíritu inaugura los «últimos tiempos» con la manifestación de la Iglesia.
Desde
el primer instante de la Encarnación, el Hijo de Dios, por la unción del
Espíritu Santo, es consagrado Mesías en su humanidad. Jesucristo revela al
Espíritu con su enseñanza, cumpliendo la promesa hecha a los Padres, y lo
comunica a la Iglesia naciente, exhalando su aliento sobre los Apóstoles
después de su Resurrección.
5. El Espíritu Santo y la Iglesia en los bautizados
En
Pentecostés, cincuenta días después de su Resurrección, Jesucristo glorificado
infunde su Espíritu en abundancia y lo manifiesta como Persona divina, de modo
que la Trinidad Santa queda plenamente revelada. La misión de Cristo y del
Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y
difundir el misterio de la comunión trinitaria.
El
Espíritu Santo edifica, anima y santifica la Iglesia; como Espíritu de amor,
devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y
los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad Santa. Los envía a dar
testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus respectivas funciones,
para que todos den «el fruto del Espíritu».
Por
medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su
Cuerpo, y la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espíritu.
El Espíritu Santo, finalmente, es el maestro de la oración.
En
resumen, ¿para qué necesitamos el Espíritu Santo, tanto en nuestras vidas como
en la Iglesia? Cada bautizado, lo necesita para conocer a Dios como Él mismo es
y se conoce, y para entrar, por Él, en la vida trinitaria; para conocer a
Jesucristo integralmente, en todo su misterio; para conocer a la Iglesia en
todo su misterio de sacramento de comunión para la misión; para conocernos a
nosotros, como personas, en toda nuestra profundidad; y, finalmente, para
conocer a los demás y el proyecto de Dios sobre los hombres en profundidad:
vivimos en la era del Espíritu, que hace posible el Reino («ya, pero todavía
no»).
En
la comunidad cristiana, en la Iglesia, desde Pentecostés, el Espíritu Santo es
la nueva alianza, la ley grabada en los corazones que hace comprender a los
discípulos la Buena Noticia en profundidad y proclamarla en la vida pública. El
Espíritu Santo nos enseña que La Iglesia está destinada a todos los pueblos y
se hablará, a pesar de la diversidad, la misma lengua divina.
El
Espíritu Santo nos otorga sus siete dones, como vienen preanunciados en Isaías
(Is 11,2). Allí se señalan seis, pero la Iglesia, para completar el número
perfecto de 7, añade el de «piedad». Los recordamos a continuación: Sabiduría: para amar a Dios con todo el
corazón, todo el ser, toda el alma; Inteligencia: para introducirse en el misterio
de Dios; Consejo: para ver el camino que seguir; Fortaleza: para seguir lo que quiere el
Señor; Ciencia: para conocer lo que Dios quiere
para nosotros; Piedad: afecto y religación a Dios; y Temor de Dios: respeto filial a Dios.
En
otras palabras, el Espíritu Santo es el maestro interior, que nos hace
sacerdotes (orar a Dios y consagrar el mundo), profetas (escuchar, vivir y
anunciar su palabra) y reyes (ordenar todo y transformar todo para Dios). Nos
hace vivir las virtudes teologales: fe-esperanza-caridad. Nos da sus frutos:
caridad, alegría, paz, paciencia, servicialidad, bondad, confianza, dominio de
sí (Gal 5,22-23) y nos hace vivir el verdadero amor cristiano (1 Cor 13).
El
Espíritu Santo es el protagonista en los sacramentos: en el Bautismo nos convierte en hijos en el
Hijo; en la Confirmación nos hace testigos de Cristo; en
la Eucaristía convierte en pan y el vino en el
Cuerpo y Sangre del Señor; en la Penitencia, por Él se nos perdonan los
pecados; en el Orden sacerdotal nos configura con Cristo Cabeza,
Pastor y Esposo; en el Matrimonio realiza la unión fecunda como
Cristo Esposo-Iglesia Esposa; y en la Unción fortalece al enfermo.
Una
última observación sobre el Espíritu Santo, sugerida por el papa Benedicto XVI:
Pablo y Juan coinciden en llamarlo «Paráclito», es decir, defensor, abogado,
auxiliar, consolador. Se opone al «dia-bolos», al acusador, al calumniador (Ap
12,10). El Espíritu es de alegría y de la buena nueva. La alegría eterna.
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