miércoles, 20 de febrero de 2013

06. Capítulo VI: Creo en el Espíritu Santo


1. El Espíritu Santo

Hablar del Espíritu Santo es no solo ha­blar de la vida íntima de Dios, sino de «Dios hacia fuera», del poder por el que el Señor resucitado sigue presente en la historia.
Lo propio de la tercera persona de la Santísima Trinidad consiste «en lo común», en la unidad del Padre y del Hijo. Padre e Hijo son uno mismo entre sí en cuanto que van más allá de sí; en el tercero, en la fe­cundidad de la donación, son un único ser.
San Agustín dice que lo propio del Espíri­tu Santo es precisamente lo que es común al Padre y al Hijo: la comunión. Su peculiaridad es ser uni­dad.

La misión del Hijo y la del Espíritu son insepa­rables porque en la Trinidad, el Hijo y el Espíritu son distintos pero inseparables.
«Espíritu Santo» es el nombre propio de la ter­cera Persona de la santísima Trinidad. Jesús lo lla­ma también Espíritu Paráclito (consolador, aboga­do) y Espíritu de verdad. El Nuevo Testamento lo llama Espíritu de Cristo, del Señor, de Dios, Espíri­tu de la gloria y de la promesa.

«Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad una dominación, la misión una propaganda, el culto una evocación y el actuar cristiano una moral de esclavos. Pero con el Espíritu Santo, el cosmos está agitado y gime en el alumbramiento del Reino, Cristo resucitado está presente entre nosotros, el Evangelio es potencia de vida, la Iglesia significa la comunión trinitaria, la autoridad es un servicio li­berador, la misión es un Pentecostés, la liturgia es memorial y anticipación, y el actuar humano es di­vinizado» (Patriarca sirio Ignacio de Lattaquié).


En el Antiguo Testamento, se afirma que el Es­píritu planeaba sobre el mundo; que el hombre recibe el espíritu de Dios; también los ancianos de Israel reciben el espíritu en el de­sierto; igualmente, el espíritu de Dios está presente en los jueces que guían al pueblo a la conquista de la tierra prometida y en los reyes como David; Samuel y los profetas como Isaías o Jeremías recibieron el Espíritu; Ezequiel habla de la necesi­dad de un espíritu nuevo. En resu­men, en el Antiguo Testamento se manifiesta como el Espíritu de la promesa que solo en el Nuevo Tes­tamento se manifestará totalmente.

En el Nuevo Testamento, primero hablamos de las manifestaciones del Espíritu Santo en la vida misma de Jesucristo: en la Anunciación, «el Espíri­tu Santo vendrá sobre María». En el Bautismo de Jesús se lee: «El cielo se abrió y descendió sobre él el Espíritu Santo». Posteriormente, «entonces fue llevado al desierto por el Espíritu Santo», para vencer al tentador, preanuncio de lo que será expulsar demonios durante su actividad pública. Cristo, por el Espíritu Santo, se enfrenta victoriosamente al mal. Por eso Jesús es el «Cristo» (el ungido por el Espíritu Santo) y es envia­do en misión por el Padre: «El Espíritu Santo está sobre mí y me ha ungido para que anuncie la Bue­na Noticia a los pobres». Hace de Jesucris­to Buena Noticia liberadora.

El Espíritu Santo está presente en la pasión, muerte y resurrección del Señor: es su fuerza, y nos lo regala en el último instante. En el momento de su muerte, Jesús da al Padre su vida humana y tam­bién el Espíritu Santo que le habita. La resu­rrección, como la Encarnación, se realiza gracias al Espíritu Santo. Por el Espíritu, el crucifi­cado da su vida y transmite su Espíritu a la Iglesia, resucita de entre los muertos y recibe el señorío pleno y para siempre.

En san Juan leemos que el Espíritu Santo nos hará renacer de nuevo como a Nicodemo, que él nos enseñará todas las cosas de Dios y nos recordará todo lo revelado por Jesu­cristo. El Espíritu Santo hará que demos testimonio del Hijo y nos dará todo de Cristo. El Espíritu Santo concluirá la obra de Cristo.

En los escritos de san Pablo se repite el Espíritu nos hace hijos de Dios y no esclavos. Por el Espíritu Santo tenemos libre acceso al Padre y le llamamos «Abba». El Espíritu Santo es el autor de los diversos carismas y, a la vez, de la unidad en la Igle­sia.


Son numerosos los símbolos con los que se re­presenta al Espíritu Santo. Los más conocidos: el «agua viva», que brota del corazón traspasado de Cristo y sacia la sed de los bautizados: la «unción» con el óleo, que es signo sacramental de la Con­firmación: el «fuego», que transforma cuanto toca; la «nube» oscura y luminosa, en la que se revela la gloria divina: la «imposición de manos», por la cual se nos da el Espíritu: y la «paloma», que baja sobre Cristo en su Bautismo y permanece en Él. Más en concreto, el Espíritu Santo se represen­ta como:

*Viento y soplo: Implica movi­miento, vida, contrapuesto a «inerte». Jesús transmite el Espíritu en su último aliento; sopla su Espíritu sobre los Apóstoles para conceder­les poder sobre los pecados; Pentecostés co­mienza con un ruido de viento.

*Fuente: Se ve, pero no su origen. Conversación con la samaritana; «El que tenga sed, que venga y beba». De su costado tras­pasado, mana agua.

*Paloma: Símbolo de belleza, paz y amor (palo­ma del Arca; Cantar de los Cantares). Jesús reci­be el Espíritu Santo en forma de paloma en su Bautismo; es típico de la anunciación; san Pa­blo habla de que el Espíritu Santo intercede por nosotros con «gemidos inefables».

*Fuego y lenguas: Juan Habla de bautismo como Espíritu y fuego. En el Antiguo Testa­mento, Dios interviene por el fuego: zarza ardiente y Moisés; monte Sinaí después del don de la Ley; en el desierto es la columna que guía al pueblo. El fuego es sím­bolo de purificación y de amor creciente. Jesús anuncia que ha venido a traer fuego. Los discípulos de Emaús sienten fuego cuando Jesús les explica las Escrituras.

*Aceite y crisma: Significa unción y consagra­ción. Los reyes y profetas son ungidos. Jesús, no. Porque el Espíritu no vendrá desde fuera: está en El. Los cristianos somos macados por el sello de la promesa para que en nues­tro corazón estén las arras del Espíritu Santo.

4. La obra del Espíritu Santo en las personas

Con el término «profetas» se alude a cuantos fueron inspirados por el Espíritu Santo para hablar en nombre de Dios. La obra reveladora del Espíri­tu en las profecías del Antiguo Testamento halla su cumplimiento en la revelación plena del misterio de Cristo en el Nuevo Testamento.

El Espíritu colma con sus dones a Juan el Bau­tista, el último profeta del Antiguo Testamento, quien, bajo la acción del Espíritu, es enviado para que «prepare al Señor un pueblo bien dispuesto» y anunciar la venida de Cristo, Hijo de Dios: aquel sobre el que ha visto descender y per­manecer el Espíritu, «aquel que bautiza en el Espí­ritu».

El Espíritu Santo culmina en María las expecta­tivas y la preparación del Antiguo Testamento para la venida de Cristo. De manera única la llena de gracia y hace fecunda su virginidad, para dar a luz al Hijo de Dios encarnado. Hace de Ella la Madre del «Cristo total», es decir, de Jesús Cabeza y de la Iglesia su Cuerpo. María está presente entre los Do­ce el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inaugu­ra los «últimos tiempos» con la manifestación de la Iglesia.

Desde el primer instante de la Encarnación, el Hijo de Dios, por la unción del Espíritu Santo, es consagrado Mesías en su humanidad. Jesucristo re­vela al Espíritu con su enseñanza, cumpliendo la promesa hecha a los Padres, y lo comunica a la Igle­sia naciente, exhalando su aliento sobre los Após­toles después de su Resurrección.

5. El Espíritu Santo y la Iglesia en los bautizados

En Pentecostés, cincuenta días después de su Resurrección, Jesucristo glorificado infunde su Es­píritu en abundancia y lo manifiesta como Persona divina, de modo que la Trinidad Santa queda ple­namente revelada. La misión de Cristo y del Espíri­tu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comu­nión trinitaria.
El Espíritu Santo edifica, anima y santifica la Igle­sia; como Espíritu de amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad San­ta. Los envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus respectivas funciones, para que todos den «el fruto del Espíritu».
Por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su Cuerpo, y la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espí­ritu. El Espíritu Santo, finalmente, es el maestro de la oración.

En resumen, ¿para qué necesitamos el Espíritu Santo, tanto en nuestras vidas como en la Iglesia? Cada bautizado, lo necesita para conocer a Dios como Él mismo es y se conoce, y para entrar, por Él, en la vida trinitaria; para conocer a Jesucristo inte­gralmente, en todo su misterio; para conocer a la Iglesia en todo su misterio de sacramento de comu­nión para la misión; para conocernos a nosotros, como personas, en toda nuestra profundidad; y, fi­nalmente, para conocer a los demás y el proyecto de Dios sobre los hombres en profundidad: vivi­mos en la era del Espíritu, que hace posible el Rei­no («ya, pero todavía no»).
En la comunidad cristiana, en la Iglesia, desde Pentecostés, el Espíritu Santo es la nueva alianza, la ley grabada en los corazones que hace comprender a los discípulos la Buena Noticia en profundidad y proclamarla en la vida pública. El Espíritu Santo nos enseña que La Iglesia está destinada a todos los pueblos y se hablará, a pesar de la diversidad, la misma lengua divina.

El Espíritu Santo nos otorga sus siete dones, co­mo vienen preanunciados en Isaías (Is 11,2). Allí se señalan seis, pero la Iglesia, para completar el nú­mero perfecto de 7, añade el de «piedad». Los re­cordamos a continuación: Sabiduría: para amar a Dios con todo el corazón, todo el ser, toda el alma; Inteligencia: para introducirse en el misterio de Dios; Consejo: para ver el camino que seguir; Fortaleza: para seguir lo que quiere el Señor; Ciencia: para conocer lo que Dios quiere para noso­tros; Piedad: afecto y religación a Dios; y Temor de Dios: respeto filial a Dios.

En otras palabras, el Espíritu Santo es el maestro interior, que nos hace sacerdotes (orar a Dios y con­sagrar el mundo), profetas (escuchar, vivir y anun­ciar su palabra) y reyes (ordenar todo y transformar todo para Dios). Nos hace vivir las virtudes teologa­les: fe-esperanza-caridad. Nos da sus frutos: cari­dad, alegría, paz, paciencia, servicialidad, bondad, confianza, dominio de sí (Gal 5,22-23) y nos hace vi­vir el verdadero amor cristiano (1 Cor 13).

El Espíritu Santo es el protagonista en los sacra­mentos: en el Bautismo nos convierte en hijos en el Hijo; en la Confirmación nos hace testigos de Cris­to; en la Eucaristía convierte en pan y el vino en el Cuerpo y Sangre del Señor; en la Penitencia, por Él se nos perdonan los pecados; en el Orden sacerdo­tal nos configura con Cristo Cabeza, Pastor y Es­poso; en el Matrimonio realiza la unión fecunda como Cristo Esposo-Iglesia Esposa; y en la Unción fortalece al enfermo.

Una última observación sobre el Espíritu Santo, sugerida por el papa Benedicto XVI: Pablo y Juan coinciden en llamarlo «Paráclito», es decir, defen­sor, abogado, auxiliar, consolador. Se opone al «dia-bolos», al acusador, al calumniador (Ap 12,10). El Espíritu es de alegría y de la buena nueva. La ale­gría eterna.

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